jueves, junio 10, 2010

Nicanor

                                                                                                                                         Nicanor Parra. Fuente: Emol.

Clemente Riedemann
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Lo que Nicanor hizo –por ejemplo en Obra Gruesa- quizás aún no pueda evaluarse con criterio de justicia cultural, estética y lingüística. Ese libro fue en realidad una catapulta que permitió a los jóvenes de los años 60’s seguir creyendo que la poesía podría ser una herramienta de expresión del “aquí y el ahora”. Es decir, un discurso de la vida que en verdad se está viviendo.
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Nicanor salvó a la poesía chilena (y acaso a la latinoamericana) de caer en el marasmo tras las dictadura retórica nerudiana. Elevó las voces de la calle a la altura “del unto”. Esto significa más o menos que dijo justo a tiempo que la poesía habita en el alma de todas las personas – aunque no la escriban- por el sólo hecho de ser humanos. Así es la cosa. Cuesta encontrar otro poeta de los gloriosos 60’s que, en el continente, haya apostado tan firmemente por hacer ver que la poesía no es un asunto de melindres de sobremesa y que en realidad se trata de un poderoso instrumento analítico-crítico de las realidades “reales”.


Su mérito es haber encontrado el lenguaje para producir esa cercanía. Diríamos que Neruda descendió desde el cosmos para instalar su caudal metafórico en la cotidianidad de las Odas Elementales, casi como dádiva o una concesión al sentido común y a la filosofía del alma popular. Descendió de la idealidad a la realidad. Nicanor partió al revés. Escuchó primero las voces del campo y de la ciudad y luego llevó ese lenguaje al desiderátum. De allí que las voces de los arrieros de ganado y la de los letreros publicitarios se unan en su poesía como un único discurso chileno y latinoamericano, preñado de colonialismo primero, e imperialismo después, para mostrar la realidad mestiza, hibrida de nuestra cultura, con los heroísmos y contradicciones que ello conlleva.


Quizás pueda argumentarse que su estética escritural fue todavía demasiado rígida para emprender semejante épica liberadora. Pero fue, en su momento, suficiente. La potencia del ser humano en su lenguaje fue siempre más grande que su lenguaje al fin logrado. Hoy día, “des-endecasilabar” la poesía ya no se considera un logro. Entonces, a fines de los sixties, formaba parte de las restricciones culturales, cuando hablar en lenguaje publicitario era aceptado como un gesto de modernidad. Pero su gesto coloquial –usar las palabras de la tribu- fue su verdad revolucionaria. Es lo que salvó a la poesía de la siutiquería final, del rictus frívolo del discurso de salón o de confinarla a cualquier situación que no pusiese en riesgo la hipocresía del orden imperante.


Lo que Nicanor hizo –por ejemplo en Obra Gruesa- quizás aún no pueda evaluarse con criterio de justicia cultural, estética y lingüística. Ese libro fue en realidad una compuerta que permitió a los jóvenes de los años 60’s seguir creyendo que la poesía podría ser una herramienta de expresión del “aquí y el ahora”. Es decir, un discurso de la vida que en verdad se está viviendo.


Los revolucionarios no tienen que ser necesariamente sutiles en la forma de su expresión. Ellos se encargan de remover las grandes rocas que impiden el avance de las multitudes en la épica por la continuidad de la vida. Deben referirse a lo principal. Y deben hacerlo con pocas pero poderosas palabras que re-endilguen la mirada hacia nuevos horizontes, expandiendo la mente. Eso hizo Nicanor cuando escribió: “Jóvenes, escriban como quieran. En el estilo que les parezca mejor. Demasiada sangre ha corrido bajo los puentes para seguir creyendo, creo yo, que sólo se puede seguir un camino.” ¡Salve, Nicanor! ¡Viva la Cordillera de la Costa!

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(c) Clemente Riedemann
(c) SURALIDAD 2010. Antropología poética del sur de Chile.